jueves, 30 de septiembre de 2010

El mejor sabor


Ayer no hicieron falta cafés para mantenerme despierta. El estado de nervios me lo desató una llamada inesperada, para una entrevista impensable y una respuesta magnífica.
Ese estado de nervios fue experimentando una evolución un tanto curiosa. Del nerviosismo previo a esa entrevista, que te sube la moral al abrirse una puerta a una nueva oportunidad, al nerviosismo histérico de estar arreglada, de punta en blanco, para dicha entrevista una hora antes, sentada en tu sofá y mirando sin parar el reloj como si así las horas fuesen a pasar más rápido. De ese nerviosismo, pasé al nerviosismo del arrepentimiento: tenía que haber dicho esto, tenía que haber dicho aquello, no tenía que haber hecho ese gesto, mejor aquel otro…
Ese nerviosismo, pasó al estado de alerta de un “ya te llamaremos esta tarde” que me mantuvo con el corazón en un puño y que me hacía pegar un salto y tener una aceleración de las pulsaciones cardiacas cada vez que me sonaba el móvil. Mi propia imagen me recordaba a una María Esteve desesperada gritando al teléfono que sonase en la película “Nada en la Nevera” (dejó aquí el enlace, no he encontrado la escena concreta al a que me refiero, pero servirá para que os hagáis una idea a aquellos que no han visto la película -una película que me encanta y con la que me parto siempre que la veo-).
Pero al final pasó, la llamada llegó y la respuesta fue la mejor que podían escuchar mis oídos. Las manos me temblaban (y no debido a la ingesta de cafeína), la voz me salía temblorosa, lo había conseguido. Estaba que no podía contener la alegría, y una sonrisa me esbozaba de oreja a oreja. No me lo podía. No me lo puedo aún creer.
Las cosas vienen, sin más. Y ya era necesario, necesitaba un cambio, necesitaba resurgir, cuál ave Fénix, de mis cenizas. Necesitaba un golpe de suerte, y que las cosas empezasen a ir mejor.
Y el mejor sabor del día de hoy, no ha sido el de una taza de café, sino el que me han dejado mis compañeros del anterior trabajo. Una cálida despedida, que me ha hecho sentir todo el cariño que hemos estado cosechando conjuntamente todo este tiempo atrás.

"Tú crees en el ron del café, en los presagios, y crees en el juego; yo no creo más que en tus ojos azulados." (Paul Verlaine)

domingo, 26 de septiembre de 2010

Café de la tarde y esas cosas que es mejor no ver/no leer/no saber





Sin duda la necesidad de beberme este café de la tarde no es cuestionable, pese a mis malestares estomacales de los últimos días। Las pocas horas de sueño diarias venideras de la visita a la mente de recuerdos, preocupaciones y estreses varios, me hacen que venga a trabajar haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener los ojos abiertos, con lo cual este café es más que necesario (si se pudiera diría que me lo inyectasen directamente en vena).

Quizás el gato negro atropellado (una imagen bastante desagradable) que he visto en la puerta al entrar, o el pájaro muerto (negro también) que vi el otro día a la entrada de mi retorno a las clases de inglés, sean señales de un mal presagio, algo que se acumula a la serie de infortunios que se acometen en mi vida en estas últimas semanas.
He sido receptora de la noticia, casi por sorpresa, y sin esperármelo. Sin buscarlo ha llegado ante mí, algo que se creía superado (en proceso de cicatrización) y que podía haber seguido así, porque tener esa información sólo hace que te den ganas de patalear como un niño chico, y que entres en un estado de rabia al sentir como si te hubieran tomado el pelo (otra vez).
Cosas que mejor no saber, no enterarse, porque ya nada va a cambiar, ya no se puede.
Dicen que la ignorancia es felicidad, pues creo que en algunos casos, sí.
Este es el caso.


Si no hay café para todos, no habrá para nadie. (Ernesto “Ché” Guevara)

martes, 14 de septiembre de 2010

El café más amargo


Hace unos días (porque sí, solo han pasado unos días, aunque hayan sido tan intensos que parezcan una eternidad) me tomé los cafés más amargos de mi vida. Me tomaba cada tarde ese café viendo a mi lado como, a cada aliento cada vez más débil, se iba marchando poco a poco la persona que me enseñó a amar esta bebida.
Me enseñó a apreciarla, su sabor, su olor, sus tipos (que para eso en Málaga tenemos un nombre para cada tipo según la cantidad de café que contengan). Ella me recordaba que yo provenía de una familia “muy cafetera”, y eso siempre me hacía esbozar una sonrisa, al menos mi vicio estaba justificado, era la mejor de las herencias.
Nuestros encuentros siempre significaban un café de por medio, qué le íbamos a hacer, nos encantaba esa bebida, y sobretodo disfrutarla con los nuestros, otra de las herencias que más orgullosa me hacen sentir.

Ojalá nunca me hubiera tenido que tomar aquellos cafés, que por mucho que quisiera endulzarlos se amargaban con el dolor del momento.

Y ante la impotencia de no poder hacer nada más que dar mucho apoyo y amor, sólo me quedaba esperar, amarga espera, amargo sabor, amargo adiós.

“La venganza es como el café, por más azúcar que se le ponga, siempre deja un sabor amargo” (Anónimo).